Son
las 04:00 de la mañana. ¿O serán las 03:00? ¿O las 06:00? No lo sé. La celda es
fría. De ese frío atroz que te cala hasta los huesos. Que no te deja pensar.
Que no te deja dormir. Que no te deja respirar. Con un penetrante olor a orines pegados en cada uno de los
azulejos que visten sus tétricos muros. ¿Comodidad?, ni hablar. Apenas hay espacio para una persona. Comienzo a perderme en los rayones de sangre que encuentro con la vista por aquí y por allá. Hay un único foco, siempre
encendido. Mugre a cada centímetro. Soledad. Mucha soledad.
Tengo
tiempo tratando de dormitar en el interior de este infierno congelado. Perdí la noción qué hora es desde que se cerró la reja tras de mi. Me conformo con mirar fijamente los azulejos perderme en mis pensamientos. Sé que
debo llevar bastante rato "tratando” de dormir recostado en la dura superficie de la banca, siempre sin lograrlo.
No logro conciliar paz alguna que me permita descansar. Los hechos que me trajeron aquí se rebobinan de forma eterna en mi mente.
Son las 04:00 de la mañana. ¿O serán las 03:00? ¿O las 06:00? No lo sé. Entonces escucho unos pasos pesados y marcados. La puerta se abre violentamente y da paso a un hombre de unos 130 kilos de peso y 1.90 de altura. Su piel se desparrama y bambolea a cada pisada que da en la diminuta celda con dirección a la letrina. Avanza de forma apurada y mea a placer, ajeno al hecho de que el acceso a la celda se cierra a sus espaldas. En un primer instante pensé que era uno de los tantos Ministerios públicos o Agentes que usan el baño de la celdas como propio, pero no. Está allí. Encerrado. Conmigo.
No logro conciliar paz alguna que me permita descansar. Los hechos que me trajeron aquí se rebobinan de forma eterna en mi mente.
Son las 04:00 de la mañana. ¿O serán las 03:00? ¿O las 06:00? No lo sé. Entonces escucho unos pasos pesados y marcados. La puerta se abre violentamente y da paso a un hombre de unos 130 kilos de peso y 1.90 de altura. Su piel se desparrama y bambolea a cada pisada que da en la diminuta celda con dirección a la letrina. Avanza de forma apurada y mea a placer, ajeno al hecho de que el acceso a la celda se cierra a sus espaldas. En un primer instante pensé que era uno de los tantos Ministerios públicos o Agentes que usan el baño de la celdas como propio, pero no. Está allí. Encerrado. Conmigo.
Siento que me observa. Me
incorporo rápido de la banca de piedra donde estoy recostado y le devuelvo la mirada. No
porque quiera hacerlo, sino porque no hay a donde voltear. Sin prestarme importancia alguna, dirige su atención los barrotes que se tejen en la puerta, esperando el regreso del policía que lo trajo. Exige hacer una llamada a “sus
jefes”.
— Patrón,
a ver, a ver, por favor, una llamada. Compa. ¡Es mi derecho! ¡Conozco a qué
tengo ese derecho! No es la primera vez que me traen—.
Pasa un minuto. Dos. Cinco. Nada. La petición no es atendida y entonces se sienta a mi lado.
Vuelve a farfullar lo mismo, más para sí, y yo le digo que seguramente en minutos van a
permitirle hacer su llamada. A mi me sigue angustiando el no saber qué hora es. Le pregunto si ya es de día y el, con un pesado aliento alcohólico
en cada palabra, me responde que no. Todavía es de noche.
— Vengo
de una fiesta, cabrón, ¡pero qué fiesta! No mames. Viejas, tachas, mota. Todo.
¿Me ves pedo? Pues no. El cabrón con el que iba, ¡el sí que estaba hasta la
madre! Por eso yo me ofrecí a manejar su carro. Lo bueno de que me trajeron porque ya me meaba—.
Por
un momento pensé que por nobleza, esta mole humana arrumbada a mi lado había
tomado el lugar de su “amigo” en el accidente. Sin interés alguno en mis reacciones, prosiguió su relato:
—Veníamos
a madres por Avenida Tonaltecas. No, no,no, el carro. Era un….¿cambry? Y este
wey a huevo quería manejar. Carrazo de lujo. Yo le decía que no, que estaba muy
pedo y mejor manejaba yo. Pero todo el rato iba neceando con que ‘mi carro, mi
carro, yo manejo’. Entonces metió las manos en el volante y me hizo perder el control. ¡Nos
dimos en la madre de frente contra un taxi de aeropuerto! fue seco el putazo—.
Probablemente
se refería a un Camry de Toyota, pero en ese momento no quise interrumpirlo y
menos corregirlo. Los taxis del aeropuerto suelen ser Tiidas, así que debe haber
sido como si hubieran colisionado un rinoceronte contra un pollo a toda velocidad de frente. No dejaba
de llamarme la atención que mientras me lo contaba, desplegaba una sonrisa de
diversión casi macabra, como un niño que le acaba de romper la ventana al
vecino de un pelotazo.
— Me
trajeron porque me esposaron. A mi compa no alcanzaron a hacerle eso, y yo le dije
que se bajara de la patrulla en chinga y le hablara a un socio para que se lo
llevara. Ahorita ya debe estar juntando para mi fianza el cabrón, en eso quedamos.
Oye, pues el hijo de la chingada está metido
en el narco, ¿O cómo se iba a comprar un canri a los 22 años?—.
Esa parte de su historia me inquieto. Instintivamente me comencé a recorrer lo posible de su lado. Le pregunté qué había sido del otro chofer, el del taxi,
y él solamente respondió que no se movía, pero no se fijó más, aunque vio mucha
sangre. En ese momento una voz desde el pasillo exterior lo interrumpe.
— Juan
Carlos Villalobos….¿Es usted?—.
— Así
es, ¿Mi llamada?—.
— Estamos…viendo
eso. Ahorita, necesitamos cotejar unos datos. Espera un segundo. ¿Cómo se llaman
sus padres?—.
— ¿Y eso para qué lo quieres saber? Tengo
derecho a mi llamada. Quiero hablar con mi licenciado. Eh, no te vayas, cht,
cht…a ver, compa, a ver, espérate, no te vayas. Ven, ven….¿Habrá alguna forma
de arreglarnos por fuera? Mira, yo con una llamada a mis jefes, todo se
soluciona, nos arreglamos bien ¿Me entiendes?—.
— Un
segundo, ya vuelvo—.
Y
se fue. Juan Carlos, como ahora sabía que se llamaba, se sentó más pesadamente
que antes y lanzó un resoplido son sabor a resignación.
— Ya
valió madres. Ahorita que vean mis antecedentes... valió madres. Me están
buscando por asalto a mano armada. Y aparte ya tengo un proceso por homicidio encima. Puta
madre—.
Todos
podremos habernos cruzado con alguien que mata. Pero la idea de estar con un homicida
y asaltante en una celda quien sabe a qué hora de la noche, me heló. Pero en ese océano de incertidumbre al que me enfrentaba, me sentí también curioso por la forma de pensar del criminal que tenía a un lado.
Comencé a preguntarle sobre sus aficiones. Villalobos me relató que es un fanático de las motos choppers. Que ha ido a Talpa a pie y que llega ampollado, pero se la pasa “a toda madre” en puro pistear. Que le encantan las fiestas. Que su mamá es diabética y prefiere que no sepa nada de su estilo de vida, porque si se entera se puede morir. Que su papá falleció hace años y eso le caló “madres”. Qué el día que chocó, se iba a ir de camping con otros motociclistas a Hostotipaquillo, pero le faltaba varo para la gasolina y terminó en una fiesta con sus amigos, y bueno….sabemos cómo acabó todo.
Comencé a preguntarle sobre sus aficiones. Villalobos me relató que es un fanático de las motos choppers. Que ha ido a Talpa a pie y que llega ampollado, pero se la pasa “a toda madre” en puro pistear. Que le encantan las fiestas. Que su mamá es diabética y prefiere que no sepa nada de su estilo de vida, porque si se entera se puede morir. Que su papá falleció hace años y eso le caló “madres”. Qué el día que chocó, se iba a ir de camping con otros motociclistas a Hostotipaquillo, pero le faltaba varo para la gasolina y terminó en una fiesta con sus amigos, y bueno….sabemos cómo acabó todo.
— No
hay pedo si me voy a la penal. Es más, mejor. Allí al menos estoy descansando y
pistando con compas, a toda madre. Tengo muchos amigos. Acá afuera nel, todo el día en el puto jale—.
En
ese momento el policía regresó para llevárselo. Por su expresión, parecía que
ya había verificado los antecedentes de Villalobos.
— Vámonos
muchacho, a la Cruz Roja a que te chequen. Allá haces tú llamada. Déjame te
pongo las esposas por seguridad…¡pero mira que grande estás, ni te quedan!—.
— Ya
ve, Patrón, uno que come bien— remató Juan Carlos el chascarrillo. Me lanzó una última mirada
antes de irse. Me dijo que nos veíamos afuera para echarnos una chelas. Todavía alcancé
a escuchar que me gritaba que cómo me llamaba. Nunca le dije mi nombre, ni nada
de mí. Ni madres.
No
sé cuánto tiempo pasó hasta que se fue. Yo me quedé allí, sentado, cavilando,
más que antes. Comencé a valorar más la soledad que me envolvía. Seguía odiando
el olor a meados. Y jamás me iba a acostumbrar al frío. El frío más atroz que cala
en los huesos. No sé qué hora es.
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