Comenzó a hablar con un resoplido pesado. Sandra, a sus “treinta y tantos”, soñó cuando era niña
con seguir la carrera militar. Hija de un teniente del ejército, idolatraba a su padre y todo
lo que oliera al ambiente castrense. Cuando otras niñas jugaban a ser Candy
Candy o Lucerito, ella veía de forma obsesiva Rambo, G.I.Joe y Apocalypsis Now.
Pero en eso quedó todo. En sueños. Maldijo el día en que en un partido de béisbol en la
secundaria recibió un batazo que le destrozó el hombro. Allí terminó su anhelo,
y la vida, como si fuera una cruel catafixia de Chabelo, la terminó llevando al
mundo de la docencia, la carrera que su madre había deseado para ella, porque pensaba que ser mujer militar era para "marimachos".
Pero le cagaba ser maestra. Le cagaba tanto, que apenas podía disimularlo ese día, en ese pinche autobús
escolar, mientras daba el aviso que cada año tenía que recitar, y se sabía de
memoria. Grupo diferente, pero siempre el mismo mensaje, que comenzaba tras el pesado resoplido.
-“Niños,
recuerden no sacar las manos por la ventana. Cuando lleguemos, deben hacer una
fila, tomar distancia y esperar a que pasemos lista. No se pueden separar, está
prohibido tocar las pinturas y esculturas, y…Jaime, deja, por favor, deja en
paz a Rosita”.
Cuando
Jaime, mocoso obeso, con el cabello relamido hacia atrás y amante de las papas
Sabritas dejó de tirarle al fin la trenza a Rosita, Sandra se giró y cayó pesadamente
en su asiento.
-“Adelber,
por favor, arranca ya”, pidió la docente, agregando mentalmente la frase “con
una chingada”. Había aprendido, por la mala, a no decir palabras altisonantes
frente a los niños; especialmente los de este grupo. Era de sexto grado y absorbían las majaderías con enorme facilidad,
mientras que las matemáticas no les entraban “ni a putazos”, como pensaba
la desdichada profesora.
Apenas
recibió la orden, Adelber arrancó el camión. Lo hizo resignado a lo de siempre.
Pese a ser de sexto, los niños solían dedicarle albures e insultos al conductor,
escudados en su minoría de edad, pero sobre todo, en que era una escuela de
paga, y nada barata.
-“Al
chofer no se le para, al chofer no se le para, al chofer no se le para…¡no se
le para el camión!”, sonó al unísono en cada uno de los 42 lugares del camión
ocupados por los alumnos. Adelber sonrío. Sonrió con esa expresión que significa una cosa y nada más: “Cabrones….Puta madre, va a ser un día
largo”.
La
media hora que separa al plantel del museo fue eterna para Sandra. A los 10
minutos, ya había tenido que callar y cambiar de asiento a Jaimito, un hijo de
la chingada sin alma en pleno crecimiento, un pequeño crío satánico que en la
próxima década se convertiría o en un secuestrador, o en un líder sindical. Lo que
fuera, sería un elemento destructivo para la humanidad.
-“Al
chofer se le calienta, al chofer se le calienta, al chofer se le calientaaaaa,
¡se le calienta el motor!”, sonó en coro, de nuevo, con la voz de Jaimito a la cabeza.
Y
en ese momento, Sandra cerró sus ojos. Lo hizo esperando un milagro. Un cambio
de actitud de sus alumnos, o que por obra de magia, su hombro dejara de dolerle
tanto, como cada noche, y se pudiera enrolar en el ejército, para abandonar esa
vida que tanto odiaba. Y entonces lo sintió. Ella y todos.
El
camión se había detenido por la luz roja del semáforo cuando algo lo golpeó con violencia desde atrás.
Fue una colisión seca. Adelber y Sandra pensaron que algún automóvil los había
impactado. Ella estaba por decirle a los pubertos que se quedaran quietos,
cuando el bus se sacudió como si fuera una lata de frijoles.
Y
entonces el piso del camión reventó de un brutal puñetazo. Desde el boquete
ascendió lo último que vería Sandra, los chiquillos y Adelber en su vida. Era
un zombie.
Un
pinche zombie.
Un
pinche zombie sosteniendo un pinche bat de béisbol.
En
los primeros segundos, el silencio de apoderó de todos. Se podían escuchar los
44 corazones acelerados, empujando el pecho de los presentes por salir y
explotar. Entonces, el ente, de mirada perdida, mandíbula dislocada, olor
putrefacto y con líquidos viscosos emanando de cada poro, vestido con el uniforme de los Naranjeros de Hermosillo, tomó el bat con ambas
manos y como si fuera Marc McGwire con doble dosis de esteroides, le dio un
santo chingadazo a Jaime. Su cabeza, con el cabello relamido y peinado hacia
atrás, salió volando como cacahuate de piñata reventada. Fue un home run mortal.
Para
Sandra, esa escena, la última que vería en su vida, era un contraste de emociones.
El ser que estaba por asesinarla traía un bat, instrumento que ella había
odiado toda su vida adulta, por robale sus sueños militares. Porque fue un bat
la que la alejó de las barracas y la llevó a las aulas. Pero fue ese mismo
pinche palo tallado el que la libró del hijo de puta de Jaime, un cabroncito
que le había puesto tachuelas en el asiento hace un mes. Un cabroncito que le
había escupido a su tuper con verduras la semana pasada. Que esa mañana le había puesto una cucaracha muerta en el cabello.
Y
entonces Sandra sonrió. Sonrió mientras veía como el zombie se acercaba
empuñando el bat como si fuera el Capitán Cavernícola y se preparaba para
destrozarle el cráneo. Sandra sonrió hasta el final, antes de dar un último
resoplido pesado.
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