viernes, diciembre 19, 2014

Viaje Sangriento

Comenzó a hablar con un resoplido pesado. Sandra, a sus “treinta y tantos”, soñó cuando era niña con seguir la carrera militar. Hija de un teniente del ejército, idolatraba a su padre y todo lo que oliera al ambiente castrense. Cuando otras niñas jugaban a ser Candy Candy o Lucerito, ella veía de forma obsesiva Rambo, G.I.Joe y Apocalypsis Now. Pero en eso quedó todo. En sueños. Maldijo el día en que en un partido de béisbol en la secundaria recibió un batazo que le destrozó el hombro. Allí terminó su anhelo, y la vida, como si fuera una cruel catafixia de Chabelo, la terminó llevando al mundo de la docencia, la carrera que su madre había deseado para ella, porque pensaba que ser mujer militar era para "marimachos".
Pero le cagaba ser maestra. Le cagaba tanto, que apenas podía disimularlo ese día, en ese pinche autobús escolar, mientras daba el aviso que cada año tenía que recitar, y se sabía de memoria. Grupo diferente, pero siempre el mismo mensaje, que comenzaba tras el pesado resoplido.
-“Niños, recuerden no sacar las manos por la ventana. Cuando lleguemos, deben hacer una fila, tomar distancia y esperar a que pasemos lista. No se pueden separar, está prohibido tocar las pinturas y esculturas, y…Jaime, deja, por favor, deja en paz a Rosita”.
Cuando Jaime, mocoso obeso, con el cabello relamido hacia atrás y amante de las papas Sabritas dejó de tirarle al fin la trenza a Rosita, Sandra se giró y cayó pesadamente en su asiento.
-“Adelber, por favor, arranca ya”, pidió la docente, agregando mentalmente la frase “con una chingada”. Había aprendido, por la mala, a no decir palabras altisonantes frente a los niños; especialmente los de este grupo. Era de sexto grado y  absorbían las majaderías con enorme facilidad, mientras que las matemáticas no les entraban “ni a putazos”, como pensaba la desdichada profesora.
Apenas recibió la orden, Adelber arrancó el camión. Lo hizo resignado a lo de siempre. Pese a ser de sexto, los niños solían dedicarle albures e insultos al conductor, escudados en su minoría de edad, pero sobre todo, en que era una escuela de paga, y nada barata.
-“Al chofer no se le para, al chofer no se le para, al chofer no se le para…¡no se le para el camión!”, sonó al unísono en cada uno de los 42 lugares del camión ocupados por los alumnos. Adelber sonrío. Sonrió con esa expresión que significa una cosa y nada más: “Cabrones….Puta madre, va a ser un día largo”.
La media hora que separa al plantel del museo fue eterna para Sandra. A los 10 minutos, ya había tenido que callar y cambiar de asiento a Jaimito, un hijo de la chingada sin alma en pleno crecimiento, un pequeño crío satánico que en la próxima década se convertiría o en un secuestrador, o en un líder sindical. Lo que fuera, sería un elemento destructivo para la humanidad.
-“Al chofer se le calienta, al chofer se le calienta, al chofer se le calientaaaaa, ¡se le calienta el motor!”, sonó en coro, de nuevo, con la voz de Jaimito a la cabeza.
Y en ese momento, Sandra cerró sus ojos. Lo hizo esperando un milagro. Un cambio de actitud de sus alumnos, o que por obra de magia, su hombro dejara de dolerle tanto, como cada noche, y se pudiera enrolar en el ejército, para abandonar esa vida que tanto odiaba. Y entonces lo sintió. Ella y todos.
El camión se había detenido por la luz roja del semáforo cuando algo lo golpeó con violencia desde atrás. Fue una colisión seca. Adelber y Sandra pensaron que algún automóvil los había impactado. Ella estaba por decirle a los pubertos que se quedaran quietos, cuando el bus se sacudió como si fuera una lata de frijoles.
Y entonces el piso del camión reventó de un brutal puñetazo. Desde el boquete ascendió lo último que vería Sandra, los chiquillos y Adelber en su vida. Era un zombie.
Un pinche zombie.
Un pinche zombie sosteniendo un pinche bat de béisbol.
En los primeros segundos, el silencio de apoderó de todos. Se podían escuchar los 44 corazones acelerados, empujando el pecho de los presentes por salir y explotar. Entonces, el ente, de mirada perdida, mandíbula dislocada, olor putrefacto y con líquidos viscosos emanando de cada poro, vestido con el uniforme de los Naranjeros de Hermosillo, tomó el bat con ambas manos y como si fuera Marc McGwire con doble dosis de esteroides, le dio un santo chingadazo a Jaime. Su cabeza, con el cabello relamido y peinado hacia atrás, salió volando como cacahuate de piñata reventada. Fue un home run mortal.
Para Sandra, esa escena, la última que vería en su vida, era un contraste de emociones. El ser que estaba por asesinarla traía un bat, instrumento que ella había odiado toda su vida adulta, por robale sus sueños militares. Porque fue un bat la que la alejó de las barracas y la llevó a las aulas. Pero fue ese mismo pinche palo tallado el que la libró del hijo de puta de Jaime, un cabroncito que le había puesto tachuelas en el asiento hace un mes. Un cabroncito que le había escupido a su tuper con verduras la semana pasada. Que esa mañana le había puesto una cucaracha muerta en el cabello.
Y entonces Sandra sonrió. Sonrió mientras veía como el zombie se acercaba empuñando el bat como si fuera el Capitán Cavernícola y se preparaba para destrozarle el cráneo. Sandra sonrió hasta el final, antes de dar un último resoplido pesado.

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